En la antigüedad, se elegía a un solo individuo como intermediario entre los dioses y el hombre mortal. Este rey fue ungido como profeta, sacerdote y soberano por los mismos dioses, y encargado de mantener Maat, el equilibrio y el orden cósmicos, sobre la tierra de Egipto y su gente. El derecho a la ley, el derecho a gobernar, el derecho a la guerra y al juicio fueron otorgados al Faraón, y en su sabiduría y con la guía de los dioses, Egipto prosperó.
Cuando comenzó la guerra de los dioses, cada deidad buscó el apoyo del faraón. ¿Quién mejor para defender su causa que el mismísimo mortal al que habían dotado de tales poderes? Sin embargo, tal decisión trastornaría a Maat y arrojaría el orden cósmico al caos. Con la misma sagacidad que le concedieron los dioses, el faraón declaró que un solo hombre, por exaltado que fuera, no podía decidir la guerra por decreto. El faraón observaría, protegería a la gente contra las peores depredaciones de la guerra y mantendría Ma'at durante la transición al monoteísmo mientras honraba a todos los dioses por igual.
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